domingo, 6 de diciembre de 2015

INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA

INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA
Así pues, en la época actual, la de los grandes descubri­mientos técnicos, en el mundo del microchip y del acelerador de partículas, en el reino de Internet y la televisión digital... ¿Qué información podemos recibir de la filosofía? La única respuesta que nos resignaremos a dar es la que hubiera probablemente ofrecido el propio Sócrates: ninguna. Nos infor­man las ciencias de la naturaleza, los técnicos, los periódicos, algunos programas de televisión... pero no hay información “filosófica”. Según señaló Ortega, la filosofía es incompatible con las noticias y la información está hecha de noticias. Muy bien, pero ¿es información lo único que busca­mos para entendernos mejor a nosotros mismos y lo que nos rodea?. Supongamos que recibimos una noticia cualquiera, esta por ejemplo: un número x de personas muere diariamente de hambre en todo el mundo. Y nosotros, recibida la información, preguntamos (o nos preguntamos) qué debemos pensar de  tal suceso. Recabaremos opiniones, algunas de las cuales nos dirán que tales muertes se deben a desajustes en el ciclo macroeconómico global, otras hablarán de la superpoblación del planeta, algunos clamarán contra el injusto reparto de bienes entre posesores y desposeídos, o invocarán la voluntad de Dios, o la fatalidad del destino…Y no faltará quien comente: «¡En qué mundo vivimos!» Entonces nosotros, como un eco pero cam­biando la exclamación por la interrogación, nos preguntaremos: “Eso: ¿en qué mundo vivimos?»
No hay respuesta científica para esta última pregunta, porque evidentemente no nos conformaremos con respuestas como «vivimos en el planeta Tierra», «vivimos precisamente en un mundo en el que x personas mueren diariamente de hambre», ni siquiera con que se nos diga que «vivimos en un mundo muy injusto» o «un mundo maldito por Dios a causa de los pecados de los humanos» (¿por qué es injusto lo que pasa?, ¿en qué consiste la maldición divina y quién la certifi­ca?, etc.). En una palabra, no queremos más información so­bre lo que pasa sino saber qué significa la información que te­nemos, cómo debemos interpretarla y relacionarla con otras informaciones anteriores o simultáneas, qué supone todo ello en la consideración general de la realidad en que vivimos, cómo podemos o debemos comportarnos en la situación así establecida. Éstas son precisamente las preguntas a las que atiende lo que vamos a llamar filosofía. Digamos que se dan tres niveles distintos de entendimiento:
a) la información, que nos presenta los hechos y los me­canismos primarios de lo que sucede;
b) el conocimiento, que reflexiona sobre la información recibida, jerarquiza su importancia significativa y busca prin­cipios generales para ordenarla;
c) la sabiduría, que vincula el conocimiento con las op­ciones vitales o valores que podemos elegir, intentando esta­blecer cómo vivir mejor de acuerdo con lo que sabemos.
La ciencia se mueve entre el nivel a) y el b) de co­nocimiento, mientras que la filosofía opera entre el b) y el c). De modo que no hay información propiamente filosófica, pero sí puede haber conocimiento filosófico y nos gustaría llegar a que hubiese también sabiduría filosófica.
Volvamos otra vez a intentar precisar la diferencia esen­cial entre ciencia y filosofía. Lo primero que salta a la vista no es lo que las distingue sino lo que las asemeja: tanto la cien­cia como la filosofía intentan contestar preguntas suscitadas por la realidad. De hecho, en sus orígenes, ciencia y filosofía estuvieron unidas y sólo a lo largo de los siglos la física, la química, la astronomía o la psicología se fueron independi­zando de su común matriz filosófica. En la actualidad, las ciencias pretenden explicar cómo están hechas las cosas y cómo funcionan, mientras que la filosofía se centra más bien en lo que significan para nosotros; la ciencia debe adoptar el punto de vista impersonal para hablar sobre todos los temas (¡incluso cuando estudia a las personas mismas!), mientras que la filosofía siempre permanece consciente de que el conocimiento tiene necesariamente un sujeto, un protagonista hu­mano. La ciencia aspira a conocer lo que hay y lo que sucede; la filosofía se pone a reflexionar sobre cómo cuenta para nosotros lo que sabemos que sucede y lo que hay. La ciencia multiplica las perspectivas y las áreas de conocimiento, es decir fragmenta y especializa el saber; la filosofía se empeña en relacionarlo todo con todo lo demás, intentando enmarcar los saberes en un panorama teórico que sobrevuele la diversidad de esa aventura unitaria que es pensar, o sea ser humanos.
La ciencia desmonta las apariencias de lo real en elementos teóricos invisibles, ondulatorios o corpusculares, matematizables, en elementos abstractos inadvertidos; sin ignorar ni desdeñar ese análisis, la filosofía rescata la realidad humanamente vital de lo aparente, en la que transcurre la peripecia de nuestra existencia concreta (v. gr.: la ciencia nos revela que los árboles y las mesas están compuestos de electrones, neutrones, etc., pero la filosofía, sin minimizar esa revelación, nos devuelve a una realidad humana entre árboles y mesas). La ciencia busca saberes y no meras suposiciones; la filosofía quiere saber lo que supone para nosotros el conjunto de nuestros saberes... ¡y hasta si son verdaderos saberes o ignorancias disfrazadas! Porque la filosofía suele preguntarse princi­palmente sobre cuestiones que los científicos (y por supuesto la gente corriente) dan ya por supuestas o evidentes. Lo apunta muy bien Thomas Nagel, actualmente profesor de filosofía en la universidad de Nueva York: «La principal ocupación de la filosofía es cuestionar y aclarar algunas ideas muy comunes que todos nosotros usamos cada día sin pensar sobre ellas.
El historiador puede preguntarse qué sucedió en tal momento del pasado, pero un filósofo preguntará: ¿qué es el tiempo? El matemático puede investigar las relaciones entre los números pero un filósofo preguntará: ¿qué es un número? Un físico se preguntará de qué están hechos los átomos o qué es ­la gravedad, pero un filósofo preguntará: ¿cómo podemos saber que hay algo fuera de nuestras mentes? Un psicólogo puede investigar cómo los niños aprenden un lenguaje, un filósofo preguntará: ¿por qué una palabra significa algo? Cualquiera puede preguntarse si está mal colarse en el cine sin pagar, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una ac­ción es buena o mala?»
En cualquier caso, tanto las ciencias como las filosofías contestan a preguntas suscitadas por lo real. Pero a tales pre­guntas las ciencias brindan soluciones, es decir, contestacio­nes que satisfacen de tal modo la cuestión planteada que la anulan y disuelven. Cuando una contestación científica fun­ciona como tal ya no tiene sentido insistir en la pregunta, que deja de ser interesante (una vez establecido que la composi­ción del agua es H20 deja de interesamos seguir preguntando por la composición del agua y este conocimiento deroga au­tomáticamente las otras soluciones propuestas por científicos anteriores, aunque abre la posibilidad de nuevos interrogan­tes). En cambio, la filosofía no brinda soluciones sino res­puestas, las cuales no anulan las preguntas pero nos permiten convivir racionalmente con ellas aunque sigamos planteándo­noslas una y otra vez: por muchas respuestas filosóficas que conozcamos a la pregunta que inquiere sobre qué es la justi­cia o qué es el tiempo, nunca dejaremos de preguntamos por el tiempo o la justicia ni descartaremos como ociosas o «su­peradas» las respuestas dadas a esas cuestiones por filósofos anteriores. Las respuestas filosóficas no solucionan las pre­guntas de lo real (aunque a veces algunos filósofos lo hayan creído así. .. ) sino que más bien cultivan la pregunta, resaltan lo esencial de ese preguntar y nos ayudan a seguir pregun­tándonos, a preguntar cada vez mejor, a humanizarnos en la convivencia perpetua con la interrogación. Porque, ¿qué es el hombre sino el animal que pregunta y que seguirá preguntan­do más allá de cualquier respuesta imaginable?
Hay preguntas que admiten solución satisfactoria y tales preguntas son las que se hace la ciencia; otras creemos impo­sible que lleguen a ser nunca totalmente solucionadas y responderlas -siempre insatisfactoriamente- es el empeño de la filosofía. Históricamente ha sucedido que algunas pregun­tas empezaron siendo competencia de la filosofía -la natu­raleza y movimiento de los astros, por ejemplo- y luego pa­saron a recibir solución científica. En otros casos, cuestiones en apariencia científicamente solventadas volvieron después a ser tratadas desde nuevas perspectivas científicas, estimula­das por dudas filosóficas (el paso de la geometría euclidiana..... las geometrías no euclidianas, por ejemplo). Deslindar qué preguntas parecen hoy pertenecer al primero y cuáles al se­gundo grupo es una de las tareas críticas más importantes de los filósofos... y de los científicos. Es probable que ciertos as­pectos de las preguntas a las que hoy atiende la filosofía recibirán ­mañana solución científica, y es seguro que las futuras soluciones científicas ayudarán decisivamente en el replanteam­iento de las respuestas filosóficas venideras, así como no la primera vez que la tarea de los filósofos haya orientado o dado inspiración a algunos científicos. No tiene por qué haber una oposición irreductible, ni mucho menos mutuo menos­precio, entre ciencia y filosofía, tal como creen los malos científicos y los malos filósofos. De lo único que podemos estar ciertos es que jamás ni la ciencia ni la filosofía carecerán de preguntas a las que intentar responder...
Pero hay otra diferencia importante entre ciencia y filosofía que ya no se refiere a los resultados de ambas sino al cómo de llegar hasta ellos. Un científico puede utilizar las soluciones halladas por científicos anteriores sin necesidad de recorrer por sí mismo todos los razonamientos, cálculos y experimentos que llevaron a descubrirlas; pero cuando alguien quiere filosofar no puede contentarse con aceptar las respuestas de otros filósofos o citar su autoridad como argumento in­controvertible: ninguna respuesta filosófica será válida para él si no vuelve a recorrer por sí mismo el camino trazado por sus antecesores o intenta otro nuevo apoyado en esas perspectivas ajenas  que habrá debido considerar personalmente. En una palabra, el itinerario filosófico tiene que ser pensado  individualmente por cada cual, aunque parta de una muy rica tradición intelectual. Los logros de la ciencia están a disposi­ción de quien quiera consultados, pero los de la filosofía sólo sirven a quien se decide a meditados por sí mismo.
Dicho de modo más radical, no sé si excesivamente radi­cal: los avances científicos tienen como objetivo mejorar nuestro conocimiento colectivo de la realidad, mientras que filosofar ayuda a transformar y ampliar la visión personal del mundo de quien se dedica a esa tarea. Uno puede investigar científicamente por otro, pero no puede pensar filosófi­camente por otro... aunque los grandes filósofos tanto nos hayan a todos ayudado a pensar. Quizá podríamos añadir que los descubrimientos de la ciencia hacen más fácil la ta­rea de los científicos posteriores, mientras que las aportacio­nes de los filósofos hacen cada vez más complejo (aunque también más rico) el empeño de quienes se ponen a pensar después que ellos. Por eso probablemente Kant observó que no se puede enseñar filosofía sino sólo a filosofar: porque no se trata de transmitir un saber ya concluido por otros que cualquiera puede aprenderse como quien se aprende las ca­pitales de Europa, sino de un método, es decir un camino para el pensamiento, una forma de mirar y de argumentar.
«Sólo sé que no sé nada», comenta Sócrates, y se trata de una afirmación que hay que tomar -a partir de lo que Platón y Jenofonte contaron acerca de quien la profirió- de modo irónico. «Sólo sé que no sé nada» debe entenderse como: «No me satisfacen ninguno de los saberes de los que vosotros es­táis tan contentos. Si saber consiste en eso, yo no debo saber nada porque veo objeciones y falta de fundamento en vues­tras certezas. Pero por lo menos sé que no sé, es decir que en­cuentro argumentos para no fiarme de lo que, comúnmente se llama saber. Quizá vosotros sepáis verdaderamente tantas co­sas como parece y, si es así, deberíais ser capaces de respon­der mis preguntas y aclarar mis dudas. Examinemos juntos lo que suele llamarse saber y desechemos cuanto los supuestos expertos no puedan resguardar del vendaval de mis interrogaciones. No es lo mismo saber de veras que limitarse a repetir lo que comúnmente se tiene por sabido. Saber que no se sabe, es preferible a considerar como sabido lo que no hemos pensado a fondo nosotros mismos. Una vida sin examen, es decir, la vida de quien no sopesa las respuestas que se le ofrecen ­para las preguntas esenciales, ni trata de responderlas personalmente, no merece la pena de vivirse.” O sea que la fi­losofía, antes de proponer teorías que resuelvan nuestras perplejidades, debe quedarse perpleja. Antes de ofrecer las ­respuestas verdaderas, debe dejar claro por qué no le convencen las respuestas falsas. Una cosa es saber después de haber pensado y discutido, otra muy distinta es adoptar los saberes que nadie discute para no tener que pensar. Antes de llegar a saber, filosofar es defenderse de quienes creen saber y no hace sino repetir errores ajenos. Aún más importante que tener conocimientos es ser capaz de criticar lo que conocemos mal o no conocemos aunque creamos conocerlo: antes de saber por qué afirma lo que afirma, el filósofo debe saber al menos por qué duda de lo que afirman los demás o por qué  decide a afirmar a su vez. Y esta función negativa, defensiva, crítica, ya tiene un valor en sí misma, aunque no vayamos más allá y aunque en el mundo de los que creen que saben el filósofo sea el único que acepta no saber pero conoce al  menos su ignorancia.

Enseñar a filosofar aún, a finales del siglo xx, cuando el mundo parece que no quiere más que soluciones inmediatas y prefabricadas, cuando las preguntas que se aventuran hacia lo insoluble resultan tan incómodas? Planteemos de otro modo la cuestión: ¿acaso no es humanizar de forma plena la principal tarea de la educación?, ¿hay otra dimensión m­ás propiamente humana, más necesariamente humana que la inquietud que desde hace siglos lleva a filosofar?, ¿puede la educación prescindir de ella y seguir siendo humanizadora en el  sentido libre y antidogmático que necesita la so­ciedad democrática en la que queremos vivir?

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